Historia de Juan[i]
Su
tía había contraído matrimonio con un austriaco, Otto Blum; era el único
dentista en las comarcas aledañas a Vallegrande. “Yo vivo con esta tía y su
marido, era un hombre muy bueno, un austriaco, dentista, judío, escapado de la
Alemania nazi en 1937 o 38”, relata Fox. Vivía en un ambiente familiar culto
porque su tía, quien administraba una librería, fomentaba la lectura de los
clásicos infantiles y porque su tío Otto le contaba su experiencia durante
Primera Guerra Mundial como oficial del ejército austrohúngaro y durante el populista,
autoritario y criminal gobierno de Adolfo Hitler que ya había asesinado a una
parte de su familia. Además, recuerda Fox, “era músico y tocaba todo tipo de
instrumentos maravillosamente”. Este judío austriaco, aunque era conocido como
suizo en Vallegrande, desde que Fox tuvo consciencia lo vinculó a la áspera
historia de Europa, lo que probablemente influyó en el temperamento hiperactivo
de aquel niño. “Un terrible parece que era yo, un terrible. En todo caso, a mi
tío cada dos días venían a gritarle a la puerta: ‘Me ha pegado el Faustino’”,
confiesa y ríe ante tal anécdota.
Otto
Blum, quien había acumulado “mucho dinero porque era el único dentista en
leguas a la redonda”, reflexionaba y le aconsejaba: “Faustino, el día que tú
puedas, te vas a ir de este pueblo, porque este pueblo es el culo del mundo, tú
aquí no tienes futuro. Yo estoy aquí porque estoy amarrado a tu tía y ya no
tengo dónde ir”. Aquellas palabras se habían tallado en su consciencia. “Yo eso
lo tenía marcado…, tanto así que empecé a ahorrar plata para irme, ¿a dónde?,
no sé, porque hipotéticamente yo no tenía familia”.
Adiós Vallegrande
Cierto
día del último trimestre de 1964, cuando Fox -ya con once años- estudiaba en
quinto de Primaria en la escuela Rubén
Terrazas, que se encontraba a unas seis cuadras de la vivienda de sus tíos,
su profesor Carlos convocó a cinco o seis alumnos tras ingresar al aula: “A
ver, tú, tú y tú, mañana van a dar un examen para irse a La Paz ¿Quieren irse a
La Paz? Les van a pagar todo, van a vivir bien”. Se refería a la prueba que André
Enrique Coenraest Jacquelott (padre Enrique), un sacerdote belga que se convertiría
en su padre material y espiritual, aplicaba para seleccionar estudiantes a
quienes educaba en el colegio internado Juan
XXIII. Resolvió el examen con pasión porque había decidido marcharse del
poblado. “Yo, si me decían que me vaya a Punata, igualito me iba, a cualquier
lugar”, afirma con contundencia.
Aunque
leía frecuentemente, Fox dudaba de su competencia académica: “Yo era un bruto,
pero no sé cómo era de los mejorcitos del curso… [ríe], porque yo era un bruto;
eso sí, me gustaba leer porque mi tía tenía una librería, ahí yo leía un poco
lo que caía en mis manos. Resulta que eran cuentos, como Caperucita Roja y
Blanca Nieves, cosas así”. Su capacidad lectora era destacable porque, rememora
con nostalgia, leía en voz alta mientras su tía dormitaba en un sillón del
zaguán de su librería durante las calurosas tardes vallegrandinas, pese a que
ella prescribía tal ejercicio intelectual.
Un
tiempo después llegó correspondencia a su domicilio. Era la noticia que
esperaba con ansias. El director del Juan
XXIII lo había seleccionado. Le envió una carta de admisión, las
instrucciones y la fecha para presentarse en La Paz. Marcharse al internado
significó para él un regalo de los dioses por todas sus tiernas plegarias.
Su
tía le ayudó a acomodar una maleta con ropa abrigada y todos los enseres
personales. El jefe de su familia, su tío, lo respaldó plenamente. Recuerda que
le reflexionó: “Bueno, la vida está abriendo una puerta, ¿ya Faustino?, porque
aquí no vas a terminar en nada bueno”. Ambos parientes prepararon su viaje y lo
despidieron cuando abordó un desvencijado autobús que lo llevaría primero a
Cochabamba y, después, a La Paz. Viajó solo.
Fue
un viaje agridulce. El traqueteo del autobús, por el escandaloso estado de los
caminos de aquel tiempo, le provocaba tremendos dolores de estómago con cada
vuelta. “En la flota me descomponía, oye, yo creo que andaba medio kilómetro y
ya estaba vomitando, era terrible, sufría, sufría…, pero igual iba, pues, ¿qué
iba a hacer?”, evoca su primera gran travesía. Lo reconfortaba la idea de “días
mejores”, como su tío Otto le había convencido.
Con
puntualidad europea, el padre Enrique lo esperó y recogió de la avenida Montes,
como hacía con todos los niños que llegaban a La Paz en autobús. Inmediatamente
lo transportó a las instalaciones del colegio que se encontraban en Aranjuez de
la pituca zona sur paceña.
Tras
instalarse, recorrió hechizado, como la mayoría de los recién llegados, las
instalaciones del colegio que tenía forma de L. Admiró, en la planta baja, los
cursos, el comedor, la cocina, un salón de eventos y los baños. En la segunda
planta, pasó por la habitación del padre Enrique y caminó por los dormitorios
de los estudiantes que habían diseñado en cubículos con cuatro catres y
armarios. David Mur, de la promoción 1970, recuerda que el padre Enrique los
vigilaba durante las noches desde una ventanilla estratégicamente ubicada en su
dormitorio, los alumbraba con una poderosa linterna de minero o, después de
apagar las luces, paseaba entre los cubículos.
Grandes
ventanales y vitrales adornaban los ambientes y todo estaba pulcramente
dispuesto. Fox recuerda: “Para mí siempre fue una maravilla; sí, era hermoso y
grande, con las montañas aquí [señala el horizonte y su frente con los brazos],
aquisito”. Comprendió que había llegado allí para solo estudiar y nada más que
aprender.
David
Mur y Gualberto Cupé, ambos del grupo que llegó a Aranjuez en 1964, es decir, de
la promoción 1970, coinciden en que el colegio ocupaba las faldas de un cerro, que
era un terreno inestable y que algunas veces caían rocas. “Caían piedras cerca
de los ambientes, era peligroso”, manifiesta Cupé. El padre Enrique había
instalado un protector metálico; pero era insuficiente. Se percató que era
vivir allí era riesgoso. Fox narra: “El lugar tenía un problema, llovía, hacía
viento y caían rocas de este tamaño [abre sus brazos] de la montaña, no estoy
exagerando, oye, y nosotros desde los cursos veíamos como caían. Un día de
esos, una de esas bolas podía saltar, como que, evidentemente, un día, nosotros
vamos a la cancha de fútbol, que era pequeñita, había una bola así [hace señas
con las manos] que había hecho un huecango en la cancha”. Fue un suceso
mayúsculo.
Recuerda
que el padre Enrique se reunió con los estudiantes de las generaciones 64 y los
de la 65 -a la que Fox pertenecía- y anunció: “El próximo año vamos a seguir; pero
nos vamos a ir a Cochabamba, estoy haciendo ya todos los trámites para que nos vayamos…”.
Fox afirma: “Éramos ya dos cursos, el curso del Fanor y mi curso”. Se refiere a
Fanor Nava Santiesteban, quien durante la “crisis financiera” del Juan XXIII durante los años 2018, 2019 y
2020 promovió el aporte de recursos para el colegio, impulsó la organización de
la asociación de exalumnos y fue su presidente.
El
destino estaba marcado, Villa Granado los esperaba. Los esposos Rafael Gumucio
y Alicia Gutiérrez habían donado dos hectáreas en el fundo Coña Coña con el
único objetivo que esos terrenos “sirvan para la educación de los niños bolivianos”
que el colegio Juan XXIII
seleccionaba en todo el país.
En
1966, los estudiantes de tres cursos llegaron a Cochabamba, el colegio se
encontraba en plena construcción en Villa Granado. El padre enrique edificaba
con donaciones de sus parroquias de Bélgica un gran bloque con forma de L que
incluía un pequeño sector para oficinas y la enfermería, otro para la
biblioteca y la lavandería, dos comedores en el vértice, la cocina detrás de
estos, los baños frente a ellos y tres aulas en la planta baja de la segunda recta,
en cuyo segundo piso se encontraban dos dormitorios para los estudiantes, los
separaba una pequeña habitación que ocuparía el director.
No
había barda, cualquiera podía entrar y salir, por lo que el padre Enrique estableció
un rígido sistema de vigilancia. Fox asegura que los edificios eran de excelente
calidad. “Mira como sigue la construcción, estos pasillos, con cuadros rojos y
amarillos, por ejemplo, son de esos años”, asegura 55 años después mientras
ingresábamos a las oficinas de Fe y Alegría. Huíamos de los mosquitos que nos
atacaron mientras charlábamos entre los árboles del jardín ubicado antes de la
otrora pecera.
Hasta
1971, se había convertido en un lector compulsivo. “Leía todo lo que caía en
mis manos”, admite, “desde Julio Verne, Emilio Salgari, Mario Vargas Llosa,
Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Ernesto Sabato y Pablo Neruda hasta
Hermann Hesse, Friedrich Nietzsche, William Shakespeare y Homero”. Narra que durante
una época leía un libro por día, para lo cual incluso utilizaba el horario de
las comidas y de las clases. Su condición de bibliotecario, junto con Nelson
Ferrufino, ayudaba. Lo impulsaban los exigentes profesores del Juan XXIII. Acepta que tres eran sus
favoritos: el joven y carismático Álvaro Padilla Omiste de Química, el
consagrado Luis Huáscar “Cachín” Antezana Juárez de Literatura y el poeta belga
Yves Froment.
Por
aquellos años, en el Juan XXIII
cochabambino, lo bautizaron como Fox, el apelativo con el que sería conocido
por todas las generaciones de juanchos. Narra que “el sacerdote Abel Ceulemans
no podía pronunciar Faustino y decía Foxtino, de ahí vino el apodo”.
Precisamente con este nombre comandó una rebelión de estudiantes a mediados de
1971, cuando los jóvenes tomaron literalmente las instalaciones del colegio,
expulsaron a algunos profesores que pretendían reformar la esencia del Juan XXIII y enviaron un telegrama al
padre Enrique, quien se encontraba en Bélgica atendiendo a sus parroquias por
disposición de sus superiores. Le pidieron que retorne inmediatamente a
Bolivia. Al año siguiente, 1972, dos jesuitas, Pedro Basiana Cornet y su asistente
Alfonso Pedrajas Moreno, asumieron la dirección del internado. Esa es otra historia.
Vivienda ideal
Durante
el año 1977, prácticamente desde después de obtener el bachillerato en 1971,
Fox trabajaba en el colegio Juan XXIII
y vivía en la final Sucre esquina avenida Belzu, detrás de la Universidad Mayor
de San Simón (UMSS) con René Jiménez, uno de sus compañeros de curso del Juan XXIII, quien era conocido entre los
juanchos y los estudiantes de San Simón como el Tigre Jiménez y con quien compartía militancia política. Fox afirma
que, durante aquel año, cursaba el tercer o cuarto semestre de la carrera de
Medicina.
Aquel
tiempo, Fox, ya militante del Frente Obrero del MIR, buscaba una vivienda. Hasta
entonces había convivido con otros juanchos, inicialmente en el segundo piso de
un edificio ubicado en la avenida Armando Méndez esquina avenida Oquendo y,
después, en la calle Colombia cerca del parque Carlos de la Torre. La primera era
la casa de un juez que apellidaba Villegas, cuyo hijo universitario de la
Facultad de Tecnología, Jaime Villegas, fue condiscípulo del juancho Gonzalo
Alfaro Denus, quien asegura que compartieron vivienda durante por lo menos tres
años, además de Fox y él: René Jiménez, Fernando Watanabe, Lorenzo Calderón,
Samir Makaren, Arturo Choqueticlla, José Soruco y Alfredo Moreno. Vivían con el
estilo de los primeros cristianos y las normas de convivencia que habían
aprendido en el Juan XXIII de Enrique
Coenraest.
Para
invisibilizar sus actividades políticas frente a sus compañeros, había decidido
trasladarse, por lo que visitó a la familia Villegas y solicitó una habitación.
-¿Qué
estás haciendo aquí?
-Estoy
buscando un cuartito para alquilar. ¿No tiene aquí?
-No,
pero tenemos un lote en la Sucre y Belzu, hay dos cuartitos, no hay baño, no
hay alcantarillado, pero hay dos cuartitos que están bien.
-Yo
le haré poner, pues, un bañito y le haré poner alcantarillado a cuenta del
alquiler.
-Ya.
-Entonces,
yo me voy a vivir allí.
Así
accedió a la vivienda ideal para sus actividades de resistencia a la dictadura.
Se trasladó, instaló el alcantarillado, construyó un baño con ducha y una
lavandería. Coordinó con René Jiménez para compartir los ambientes y “pagar a
medias”. Desde allí, en una moto Honda que había comprado de un sacerdote del
colegio Loyola, iba y retornaba del Juan
XXIII donde daba clases de Biología e Historia de Bolivia y de la Facultad
de Medicina. “Ahí era muy activo en el MIR, en las células obreras del MIR”,
reconoce.
Células
obreras
Fox
se enroló en el MIR durante su primer año de estudiante de Medicina en San
Simón, es decir, después de 1971 cuando logra el bachillerato. Evoca aquel
tiempo: “Fui contactado por varios compañeros de cursos superiores que
militaban en diferentes partidos. Recuerdo el PCB, el PCML, el POR, FSB y el
MIR. Finalmente decidí por el MIR, creo que por su proximidad ideológica con lo
que en ese momento estaba muy en boga, que era la Teología de la Liberación”.
Su decisión coincide con la presencia, a partir de 1972, de los jesuitas Pedro
Basiana Cornet y Alfonso Pedrajas Moreno en el Juan XXIII. El padre Enrique había firmado un contrato con Fe y
Alegría, una institución de la Compañía de Jesús, para que administre el
colegio pues él debía retornar a Bélgica. Designaron a Basiana Cornet como director
del Juan XXIII y a Pedrajas Moreno como
su colaborador inmediato. Ambos asumieron el desafío con la herencia que el
fracaso de Teoponte había labrado en sus almas.
Existe
suficiente evidencia para afirmar que ambos jesuitas alentaron a algunos
muchachos a formar parte de la columna guerrillera del Ejército de Liberación
Nacional que las Fuerzas Armadas aniquilaron en Teoponte en 1970. El periodista
Andrés Rojas de La Razón, tras una
entrevista con Alfonso Pedrajas Moreno, en un reportaje publicado el 25 de
marzo de 2009 por la revista Escape,
escribe: “A su retorno, [Alfonso Pedrajas] comienza a trabajar simultáneamente
en tres colegios paceños: en los dos San Calixto, diurno y nocturno, y en otro
establecimiento de Fe y Alegría en la zona de Pura Pura. En aquel barrio paceño
comparte una modesta vivienda con Pedro Basiana, sacerdote jesuita conocido por
sus ideas, para aquella época adelantadas, de lo que más tarde se conocería en
la región como Teología de la Liberación. La casita de Pura Pura no es sólo el
espacio del voto de pobreza de Pica, sino también el lugar donde en 1969 [sic] el
seminarista Néstor Paz Zamora se despediría de Pedrajas y Basiana la noche
antes de partir hacia la guerrilla de Teoponte, comulgando en una improvisada
misa”.
Con
ese contexto, pregunté a Fox: ¿Cómo te involucras con las células obreras del
MIR? ¿Tú no trabajabas en una fábrica? Respondió: “El MIR no tenía obreros,
pero había que hacer una especie de entrismo y utilizaba lo que tenía, que era
estudiantes universitarios”. Aclaró que una vez que el MIR aceptaba militantes
escuchaba sus preferencias y les asignaba tareas, así se explica que hayan
organizado no solo el Frente Obrero, si no el universitario, el minero e,
incluso, el campesino. Fox optó por el Frente Obrero. “¿Qué iba a hacer yo con
los universitarios?, se justifica. Los del Frente Obrero, explica Fox,
“hacíamos una compartición extrema”, tanto que en la universidad los propios miristas
desconocían sus actividades. “Hasta ahora tengo amigos [de San Simón] que me
dicen: ‘¡Carajo!, ¡eres un pendejo!, tú te hacías aquí el santo y habías estado
con eso’”, relata y sonríe.
Su
célula ofrecía charlas a los obreros de la fábrica Manaco sobre materialismo
histórico. Manifiesta Fox: “Nosotros íbamos a las puertas de la Manaco,
teníamos alguna gente de la Flex también, pero trabajábamos en la Manaco y ahí
repartíamos unos papelitos que decían: ‘¿Usted quiere formarse socialmente?,
¿formarse políticamente?, ofrecemos cursos gratuitos de noche, después de las
horas de trabajo, sobre socialismo’”. Utilizaban el manual Los conceptos elementales del materialismo histórico de la
intelectual chilena Marta Harnecker.
Su labor “entrista” suponía establecer relaciones amistosas
con los trabajadores y adaptarse a sus costumbres. “Casi
siempre, nos invitaban: ‘¿Ya has terminado tus clases?, nos tomaremos, pues, un
traguito, una chichita…’ No había problema, ibas no más”, manifiesta. Fueron
reuniones de confraternidad escrupulosamente ejecutadas. “Ellos eran muy
cuidadosos, sabían de los riesgos que todos corríamos, muy rápidamente se daban
cuenta”, añade Fox. Hasta ahora, se niega a revelar los nombres de los obreros
que contactaban. “Eran varios, no eran cientos, eran diez probablemente, [trabajábamos]
poco a poco”, se limita a decir.
Fox
asegura que, en aquel tiempo, la esposa española de Jaime Paz Zamora, Carmen
Pereira Carballo, y sus dos hijos, Rodrigo y Jaime, de 9 y 7 años
respectivamente, se escondieron durante unos días en su vivienda de la calle
final Sucre esquina Belzu. Rememora: “Estaban en una situación de emergencia,
perseguidos en Cochabamba. Entonces, me llaman, no me acuerdo quién y me dicen:
‘Faustino, tienes que ayudar a esconderlos’ y yo, como bruto, en ese momento el
cuarto del René estaba vacío, les digo: ‘Aquí yo tengo un cuarto, aquí quién va
sospechar’. Entonces los llevan allí y se quedaron más o menos una semana. […]
Estuvieron ahí como una semana, yo creo, entre cinco y siete días han debido
estar y, después, un día, desaparecieron, se los llevaron…”. Fox considera que
trasladaron a la familia de Jaime Paz Zamora porque allí funcionaba la imprenta
del MIR en Cochabamba, aunque simplemente se trataba de un mimeógrafo portátil.
Existía un alto riesgo para la familia de uno de los líderes del MIR.
Sobre
su labor de impresor y propagandista de la resistencia, Fox evoca: “Era una
imprenta, una copiadora de esténciles. Además, tenía todo tipo de material,
cartas, correspondencia confidencial, porque era el encargado de prensa. De
noche, a veces, íbamos a repartir papelería por el cerro San Pedro, por Valle
Hermoso, por no sé dónde…, íbamos en una situación atroz, con peligro de muerte
porque…, distribuir papelitos silenciosamente implicaba riesgos…, [sonríe],
éramos pues jóvenes y creíamos en todo lo que se hacía”. Desarrollaban sus
actividades en equipos pequeños, hasta ahora, 44 años después, Fox se niega a
revelar los nombres de sus compañeros de célula. Explica su posición: “Como en
ese entonces todos utilizábamos ‘un nombre de guerra’ y estábamos absolutamente
compartimentados, no sabía y no debía saber el verdadero nombre de ellos por
razones de seguridad. Posteriormente, me encontré con varios de ellos ya con
sus verdaderos nombres. Aun hoy, no me parece oportuno decir quiénes son”.
Juan
cae
Ejecutaba
algunas tareas absolutamente solo, con la más estricta reserva, por ejemplo, la
de correo pues recibía y distribuía información. “Yo recogía de la flota El Dorado, con un nombre falso y un
carnet falso, recogía lo que enviaban de la imprenta nacional que básicamente
era propaganda y, entre otros, la revistita que sacaba el MIR, Bolivia Libre. Me hacían llegar mensajes
de que había llegado una encomienda por medio de señas en un muro, yo sabía
leer bien las señas. Yo iba a la flota, sacaba mi carnet, ya no me acuerdo qué
me llamaba, mostraba mi carnet y entonces me entregaban; yo firmaba como tal
persona, me llevaba el paquete y después me encargaba de la distribución”,
revela.
Le
pregunté si tenía algún nombre de combate en el Frente Obrero del MIR, me
respondió: “Sí, Juan”, seguramente por Juan
XXIII. Presumo que el nombre de la cédula de identidad falsa que utilizaba
para recoger encomiendas incluía el sustantivo “Juan”.
Durante
estas diligencias, por las publicaciones de Los Tiempos, pues Fox no recuerda
la fecha exacta, deduzco que el sábado 26 de marzo de 1977 los paramilitares de
la dictadura banzerista lo capturaron en las oficinas de flota El Dorado de la popular avenida Aroma,
que en aquel tiempo hacía las veces de terminal de autobuses. Describe la
escena con aflicción: “Un día, voy a la flota. Me entregan el paquete y dos
tipos armados me dicen: ‘¡Me acompaña, por favor!’. Estaban amenazándome con
armas; yo, totalmente desarmado y con la evidencia del delito, estaba calladito”.
Habían preparado milimétricamente su captura.
Los
miembros de la seguridad de Carmen Pereira Carballo y sus dos hijos, sin
proponérselo, habían revelado la ubicación de uno de los mensajeros de la
Dirección Nacional clandestina del MIR y de la imprenta.
La
Prefectura
Lo
condujeron a las celdas de la Prefectura. Allí lo torturaron sin misericordia
durante horas. “Empiezan a pegarme para que diga nombres y no sé qué más. Me
desmayé no sé cuántas veces y resulta que nada… por el compartimento no tenía
gran cosa que decir”, narra. A media noche, el prefecto de Cochabamba, Milivoy
Eterovich Matenda, lo visitó y lo encontró completamente desnudo, apaleado y
ensangrentado. Fox cuenta que, con un hálito repentino de lucidez, escuchó recomendar
a Eterovich Matenda: “Tengan cuidado”. Unos días después, lo llevaron a La Paz
en un vuelo regular del Lloyd Aéreo Boliviano.
Una
nota de la portada de Los Tiempos del viernes 1 de abril de 1977 titulada Confirmaron detención de 12 miembros del MIR,
da cuenta que el ministro del Interior, Juan Pereda Asbún, entregó la nómina de
los detenidos. Dos correspondían a Cochabamba, Fox y Ricardo Gumucio Stambuck. Sobre
Fox, el relato reproduce una descripción oficial: “Faustino Torrico Torrico,
Choco, responsable y encargado de agitación y reclutamiento en la universidad
regional. Contacto correo a nivel nacional. Se le incautó la imprenta nacional
del MIR”.
La
misma edición de Los Tiempos, en la página 7, informa que el Centro de
Estudiantes de Medicina de la UMSS denunció la detención de Faustino Torrico,
exigió su libertad inmediata y amenazó con medidas de presión. Cincuenta
universitarios firman un “voto resolutivo”. Su detención marcó un hito trágico
de su militancia mirista de aproximadamente cinco años hasta aquel momento.
Celdas del DOP
El
miércoles 30 de marzo de 1977, después de cuatro días de inmisericorde tortura
en las celdas de la Prefectura, los agentes del Departamento de Orden Político
(DOP) trasladaron a Fox a La Paz en un vuelo regular del Lloyd Aéreo Boliviano.
Una nota del periódico Los Tiempos del 1 de abril de 1977 informa: “Dos
universitarios detenidos fueron trasladados a La Paz por la tarde del
miércoles… El Prefecto del Departamento, Milivoy Eterovic Matenda, […] confirmó
[…] el traslado de dos detenidos a la sede de gobierno a fin de ‘evaluar sus
declaraciones en el Ministerio del Interior’”. El otro universitario era
Ricardo Gumucio Stambuck, un estudiante de la Facultad de Agronomía, a quien
capturaron la madrugada del sábado 26 de marzo y por quien sus familiares y sus
compañeros reclamaron inmediatamente, organizaron declaraciones de prensa y
paros de protesta “como principio de solidaridad entre la familia
universitaria” de San Simón.
Fox
recuerda: “He llegado a La Paz con dos tiras, tres asientos había en el avión,
al centro estaba yo y los dos tiras, uno a cada lado, tiras les llamábamos [a
los paramilitares]. Hemos llegado a La Paz y en el aeropuerto no había comité
de recepción. Hemos esperado como tres horas. ¡Qué ganas tenía de distraer a
esos pelotudos y escapar!, pero no conocía bien el lugar…, aunque hubiera
sabido, no tenía un centavo, estaba todo zaparrastroso, ensangrentado…”. Durante
este tiempo, asumía su intrincado futuro.
Al
anochecer, una comitiva de agentes lo trasladó a las celdas del DOP, en la
céntrica calle Comercio de La Paz, a media cuadra de la plaza Murillo, nada
menos que en la parte trasera del Palacio Legislativo. En aquellas
dependencias, había tres calabozos individuales, él ocupaba el más
relativamente espacioso, de dos metros por tres. Allí, como Papillón en su
mazmorra de la Guyana francesa, Fox permaneció 87 días incomunicado, desde el
30 a marzo hasta el 25 de junio de 1977. Marcaba una rayita en la pared por
cada día de encierro para no perder la noción del tiempo. Desconocía lo que
ocurría en el mundo exterior.
“Todo
el tiempo que he estado preso ahí he estado solo. Bueno, solo es mucho decir
porque de vez en cuando venían tiras hechos los buenitos a tratar de sacarme
información”, relata y agrega: “De improviso metían allí, a empellones, a
alguien en mi cuarto. Yo sabía que ahí había un peligro terrible porque podían
ser tiras que venían a sacarme información, gente que se hacía a la muy gentil.
Me decían: ‘Hermanito, en qué te puedo ayudar, yo no me voy a quedar mucho
tiempo aquí, por suerte me van a sacar’, incluso otros venían y reconocían su
condición de paramilitares: ‘Estoy castigado, yo soy tira y me han castigado
aquí por 48 horas o 72 horas’ para ver que le decía en ese tiempo. La cuestión
es que, por suerte, nunca dije nada y no tenía mucho que decir tampoco”.
Explica que la estricta compartimentación entre las células miristas del Frente
Obrero impedía un mayor conocimiento de las actividades clandestinas de su
partido.
Narra
que todos los días, a eso de las doce del mediodía, ponían música a todo
volumen y que cada dos o tres días, comandados por un tal Benavidez, se refiere
al excomisario de la Policía Guido Benavides Alvizuri, lo trasladaban desde su
calabozo hasta un piso superior y lo golpeaban y apaleaban ferozmente sin que
sus alaridos les conmuevan. Recuerda: “Me empezaban a apalear y, claro, yo
gritaba, pues, por supuesto, no me iba a quedar callado [sonríe para disimular
su amargura]. La música era para apagar los gritos. Y me decían: ‘¿Dónde está
el Jaime Paz? ¿Dónde está este…? ¿Dónde está este otro…?’ Nombraban a todos…
[los dirigentes de la cúpula mirista]”. El interrogatorio también aludía a los
artefactos que encontraron el día de su detención. “¡Carajo!, tú tenías la
imprenta, ¿quién te dio esas armas?, me increpaban, porque yo, entre las muchas
cosas que tenía [en su habitación de la calle Sucre y Belzu en Cochabamba],
tenía dos granadas de guerra, no sé si eran para hacerlas explotar, porque yo
las miraba de lejos y con susto no más, pero había dos granadas”, cuenta Fox.
Afirma
que se presentó al cuartel, pero que lo declararon “inhábil” por la miopía que
lo aquejaba desde niño. No recibió instrucción militar de parte del Estado,
pero es probable que lo haya hecho en las células del Frente Obrero del MIR,
que se manejaban con los códigos de inteligencia, contrainteligencia y seguridad
transferidos por los sobrevivientes del Ejército de Liberación Nacional que
fracasó en Teoponte, como Antonio Araníbar Quiroga deja entrever en su
testimonio La política como opción de
vida publicado por Heterodoxia en febrero de 2021.
Cierto
día, temporalmente lo reubicaron en una mini celda de medio metro por medio
metro, al lado de los baños, donde apenas podía sentarse, aunque podía escuchar
algunos diálogos entre los cautivos. “No podía ni recostarme, allí estuve un
tiempo, después me volvieron a llevar al cuarto anterior…, pero escuchabas
todas las charlas, porque a los presos, menos a mí, los sacaban a pasear y les
daban, creo, media hora para que estén en el patio”, rememora.
Alguna
vez, alguien se atrevió a tocar su puerta:
-¿Quién
está aquí?
-Yo,
soy Faustino Torrico.
-¿De
qué partido?
-Del
MIR.
-¡Ah!,
del MIR. Toma unos cigarrillos.
Fox
admite que no ocultaba su militancia mirista “porque todos los presos ya lo
sabían”. En tales circunstancias, los detenidos políticos “muy solidarios,
hacían lo que podían sin arriesgarse”. Recuerda: “Varias veces cigarritos me
han pasado, comida no me acuerdo, tampoco era mala la comida que nos daban o
sería el hambre que me hacía comer cualquier cosa…, era arroz con alguna cosa, a
mí me parecía bien”. Así soportó estoicamente una de las peores experiencias de
su joven vida, había cumplido 24 años.
Liberación y exilio
Un
día de junio de 1977, cuando la presión popular arrinconaba a la dictadura
banzerista, después de 87 días en el calabozo, uno de los carceleros le anunció
y amenazó: “Vas a tener visitas, ¡carajo!, la prensa te va a entrevistar, cualquier
cosa que digas que te hemos hecho nosotros, te matamos”. Durante su breve
encuentro con los periodistas le preguntaron: “¿Por qué está usted aquí?” Fox
respondió que lo capturaron y encerraron por era militante del MIR. Los
reporteros replicaron: “¿Cómo lo tratan?” Se quedó en silencio durante algunos
segundos y después declaró: “Bueno, como tratan a todos los presos, así me
tratan”. Aunque habían mejorado su aspecto para la entrevista, lucía flaco, mal
vestido y mugroso. Ahora, Fox asegura que para él este acto fue “un gran alivio
porque su retención ya era pública y porque ya sabían dónde estaba preso”. Los
jesuitas del colegio Juan XXIII y los
de la residencia de la Genaro Sanjinés en La Paz se movilizaron por él.
Unos
días después, un guardia le avisó: “Vas a recibir una visita”. Sabía que eran entrevistas
brevísimas. Se aproximó a su celda el sacerdote jesuita Gabriel Codina Mir, le
manifestó: “Estamos viendo la posibilidad de sacarte, hay dos lugares que
pueden recibirte: Bélgica y Suecia; en Bélgica hemos tomado ya contacto con el
padre Enrique. Tú eliges porque a los dos países puedes ir, pueden recibirte”. Sin
dudar ni un solo instante, Fox respondió: “A Bélgica”, porque en aquel país, me
explicó después, tenía a al padre Enrique, su director y educador durante sus
años maravillosos en el Juan XXIII.
Una
mañana, un par de guardias lo condujo a las oficinas de Identificación Personal
de la Policía. Lo sacaron enmanillado de las celdas del DOP, caminaron media
cuadra por la calle comercio hasta la esquina del Palacio Quemado, cruzaron la
plaza Murillo, llegaron a la entrada de la Cancillería entre las calles Ingavi
y Junín y subieron media cuadra. Allí con la chompita que portaba desde el 26
de marzo, cuando lo capturaron, lo fotografiaron y le entregaron un carnet de
identidad. Más tarde, aquel mismo día, lo visitó un oficial de la Policía y le
manifestó: “Mañana te van a recoger, mañana te vas”. Así fue.
Al
día siguiente, Fox viajó a Bruselas vía Lima. Relata: “Me han llevado directamente
al aeropuerto con dos guardias, no sé si eran más; en el aeropuerto me han
entregado un salvoconducto”. Allí se reunió brevemente con Codina MIR, otro
jesuita y tres estudiantes del Juan XXIII
que habían viajado desde Cochabamba para despedirlo: Íver Cortez Alanis, Rolando
Olguín Maldonado (ambos de la promoción San Qulost-1977) y Nepthalí Sierraalta
(promoción Paqarin-1978), quien narra: “Viajamos en flota y nos alojamos en el San Calixto. Nos subieron al aeropuerto.
Uno de ellos [de los jesuitas] le regaló su reloj a Fox, a quien custodiaban un
par de policías. No pudimos charlar, solo lo abrazamos y nos despedimos”. Fox
asegura que solo recuerda imágenes difusas de sus interlocutores. Explica: “Sin
lentes tampoco veía gran cosa, era bastante miope”. En uno de los restaurantes
del aeropuerto Fox, Gabriel Codina Mir y su ayudante jesuita, los tres
muchachos y los dos custodios vestidos de civil compartieron en silencio un
café. Al verlo desabrigado y sin enseres personales, el jovial Codina Mir,
forzando una sonrisa para distender el ambiente, le entregó una maletita con
ropa, se sacó su reloj y lo obsequió a Fox ante la sorpresa de los mastines de
la dictadura.
Aeropuerto de Lima
Faustino
llegó maltrecho y estresado al aeropuerto Jorge Chávez de Lima. Llevaba
solamente una maletita que los jesuitas habían preparado con ropa y un ejemplar
del periódico Presencia de aquel día que acomodó en uno de los bolsillos
externos de la valija. Afirma que en su mente rondaban pensamientos trágicos: “Si
me están sacando, es que me van a matar”. Había estudiado con los activistas de
las células del Frente Obrero que los operadores del Plan Cóndor desviaban
pasajeros que viajaban de un país a otro y los enviaban a otro destino, donde
los daban de baja.
En
las salas de la zona internacional del Jorge Chávez debía permanecer seis horas
antes de seguir hacia Europa. Fue un trasbordo complicado. De un momento a
otro, cuando estaba sentado en un rincón, calladito, sin lentes y sin ver de
frente a nadie porque había planificado evitar que lo reconozcan, un extraño se
acercó y conversó con él.
-Préstame
tu periódico.
-Sí,
puedes sacarlo.
-¿De
dónde vienes?
-Yo
vengo de Bolivia.
-¿Cómo
de Bolivia? ¿De qué parte de Bolivia?
-De
Cochabamba.
-¿Y
dónde estás yendo?
-Estoy
viajando a Bélgica.
-¿A
qué?
-A
estudiar.
Su
interlocutor sonrió porque Fox no tenía traza de estudiante. El diálogo
prosiguió.
-¿A
estudiar? ¿No te están expulsando de Bolivia? ¿No eres exiliado político?
Fox
creyó que algún agente del Plan Cóndor lo había atrapado. Se repuso y replicó:
-Bueno,
algún problema he tenido.
-¿Sabes?,
yo soy Oscar Eid. Tenemos información de que están sacando a un boliviano.
Aunque
Fox lo conocía porque había participado en algunas reuniones con él, no lo
había reconocido. En el inmenso salón, no miraba a nadie, mantenía la cabeza
gacha y ni su interlocutor sabía quién era. Eid continuó:
-Yo,
pues, tengo entrada aquí, a zona internacional por algunos amigos y, como sabía
que va estar en tránsito un boliviano del que no tenemos su nombre, estoy
buscándolo.
-Soy
yo, soy yo el que estás buscando.
-¡Ah!,
no te preocupes, voy a informar inmediatamente a Bélgica que tú estás viajando
para que allá te apoyen.
-¡Ya!,
gracias, gracias, chao.
Eid
y otra persona, a la que tiempo después identificó, se marcharon rápidamente.
Fox recuperó el aliento, esperó que lo convocaran para abordar y, cuando su
nave decoló hacia Europa, recién sintió una pizca de paz interior. Enrique Coenraest
lo esperaba en el aeropuerto de Saventem en Bruselas.
Tras
llegar desde Lima al aeropuerto de Saventem en Bruselas, el padre Enrique lo
acomodó en la casa de Paul Dewulf en Hoegaarden, un municipio de Lovaina. Un
tiempo después, una de las hijas de la familia Dewulf, Anne Francoise, conocida
cariñosamente como Nanou, se integró a la comunidad del Juan XXIII en las postrimerías de los años 70 y el nacimiento de los
80, cuando -en 1978- el primer grupo de chicas llegó al internado. Más
adelante, Nanou se casó con Jaime Bejerano Martínez de la promoción Bolches
1980, quien falleció en septiembre recién pasado.
Cuando
Fox trabajaba en el jardín, como una forma de pasar el tiempo y retribuir las
atenciones de sus anfitriones, recibió una llamada. Era “un hermano, un compañero
mirista”, de quien hasta ahora guarda su identidad. Le dijo: “Sabemos que
llegas desde Lima, nos han mandado mensajes de que tú estarías viajando hace
unos días. Ahora te estamos ubicando. Nosotros en unos días tenemos una reunión
de la célula del MIR, te voy a dar la dirección. Tienes que venir a tal hora, será
en Leuven, en Lovaina La Vieja”. Emocionado aceptó la invitación e inició su
integración a la célula mirista de Bélgica. “Si no asistía, iba a estar ahí
totalmente aislado”, justifica Fox.
Los
Dewulf le explicaron en inglés, una lengua que había aprendido en el Juan XXIII, cómo llegar desde Hoegaarden
a Lovaina La Vieja. Le mostraron un plano: “Te vas a salir por aquí, ahí está
la autoruta. Vamos a hacer un cartel que diga Leuven y vas a mostrarlo. Como
hablas inglés, no hay problema, vas a llegar”. Le dieron un mapa de Lovaina La
Vieja y algunos francos belgas para que tome un taxi y llegue a su destino. Entonces
sucedió una coincidencia.
Cuando
en plena carretera mostraba su letrero extendiendo los brazos, se detuvo un
automóvil viejo tocando bocina. Fox solicito en francés: “A Leuven, por favor”.
El conductor le respondió en inglés: “¡Ah!, hacia Leuven, suba”. Compartió la
parte posterior del coche con un joven, en el asiento del copiloto había una
mujer. Desde adelante le preguntaron en inglés y terminaron hablando en
castellano:
-Tú
eres latino, ¿no es cierto?
-Yes,
yes, yes.
-¿De
dónde eres?
-De
Bolivia.
-Nosotros
también somos bolivianos…
Era
Gonzalo Barrón Rondón, su esposa y otro compañero mirista. Los tres iban a la
reunión en Lovaina La Vieja a la que habían convocado a Fox. A partir de
entonces, se integró a la célula, se reunían cada 15 días, visitaban el centro
de documentación SAGO especializado en Bolivia de la ciudad de Amberes para
actualizarse y trabajaron en labores de planificación y coordinación hasta que
ambos, por separado, retornaron al país.
Los
paramilitares de García Meza asesinaron a Barrón Rondón en la calle Harrington
de La Paz el 15 de enero de 1981, cuando se reunía con sus compañeros de la
Dirección Nacional Clandestina del MIR. La dictadura garciamezista asesinó a
los dirigentes miristas: Artemio Camargo, José Reyes, Ricardo Navarro, Ramiro
Velasco, Arcil Menacho, Jorge Baldivieso, José Luis Suárez y Gonzalo Barrón. La
única sobreviviente fue Gloria Ardaya. Sobre ellos, Guido Áñez, narra: “Ellos
eran la dirección nacional clandestina del MIR, la que luego de reflexiones
colectivas, discusiones políticas, llegaban a acuerdos para que todos los
militantes en las nueve regionales pudieran implementarlas para continuar con
la resistencia a la dictadura”, en el comentario A 40 años de la masacre de la calle Harrington que El Deber publicó el 13 de enero de 2021.
Fox
retornó a Cochabamba desde Hoegaarden en marzo de 1978. Dos meses antes, el 17
de enero de aquel año, una huelga de hambre de mujeres mineras, iniciada el 28
de diciembre 1977, había arrancado de la dictadura de Hugo Banzer Suárez la
amnistía general e irrestricta y el retorno de la libertad sindical. Estas dos
victorias populares modificaron profundamente el escenario social y político
del país en vísperas de las elecciones previstas para el domingo 9 de julio de
1978 que Juan Pereda Asbún ganaría indecentemente, fraude de por medio. Ya en
Bolivia, se propuso trabajar sin perder tiempo ni escatimar esfuerzo. Hacía
propaganda y capacitaba a cuadros de las células obreras miristas. Como antes
de su exilio, concentraba su energía en la fábrica Manaco de Quillacollo.
El
miércoles 21 de diciembre de 1977, presionado por las protestas civiles, el
gobierno de facto de Banzer Suárez, había decretado una amnistía política
parcial. Un comunicado del Ministerio del Interior, Migración y Justicia incluía
una lista de 33 detenidos que serían liberados, de 19 que pasarían a la
justicia ordinaria y de 348 exiliados que tenían prohibido retornar al país.
Fox era el número 316 de la nómina de proscritos publicada por el periódico
católico Presencia el jueves 22 de
diciembre. Por esta razón, sin vacilaciones, decidió también organizar y
participar junto a sus compañeros de la célula mirista en Bélgica de una huelga
de hambre. Emularon a las mujeres mineras que en La Paz asfixiaban a la
dictadura y aprovechaban la cobertura de los medios europeos.
Fox
relata: “Nosotros también haremos, pues, huelga; están peleando por nosotros.
Nos metimos con un grupo a un templo, ahí estaba Carlos Quiroga Blanco y varios
conocidos muy relacionados con la iglesia”. Se mantuvieron algunos días hasta
que Banzer Suárez declaró la amnistía general e irrestricta. La presión
internacional era intensa porque el MIR había organizado similar acción en
todas las ciudades europeas donde mantenía células.
Entonces
decidió retornar. “Yo no estaba a gusto, ni bien salió la amnistía, yo empecé a
hacer mis trámites de retorno”, cuenta. Sufría en Hoegaarden, pese al cariño y
a todas las atenciones de la familia Dewulf. “Yo nunca estuve bien, mi único
propósito era retornar a Bolivia, mi único propósito de la vida…”, asegura con
convicción. Calcula que residió alrededor de nueve meses en Hoegaarden. Había llegado
a fines de junio de 1977. Apenas pisó territorio boliviano, se reincorporó a
sus labores en el Frente Obrero del MIR.
Tres
años después, el 21 de abril de 1981, ya durante la dictadura de Luis García Meza,
protagonizaría una de las fugas más espectaculares de las garras de los
paramilitares, cuando estos lo acorralaron en el colegio Juan XXIII y su familia juancha (estudiantes, profesores,
educadores, exalumnos y sacerdotes jesuitas) lo ayudó a escapar y salvarse.
Juan vive.
[i] Historia de Juan es la versión extendida de la crónica Vida,
pasión y exilio de un mensajero del MIR clandestino que publiqué en la revista Rascacielos
(https://www.paginasiete.bo/rascacielos/2021/8/26/vida-pasion-exilio-de-un-mensajero-del-mir-clandestino-306175.html)
el jueves 26 de agosto de 2021.
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