La trágica historia de Miguel N.


La trágica historia de Miguel N.
Francisco Rubén Sosa Grandón



Una tarde de otoño de 1982, conocí a Miguel N. en el colegio Juan XXIII de Cochabamba. Cuando salimos al recreo de media tarde, antes de la merienda, lo vimos en el pasillo adjunto a la entrada principal. Lo acompañaba Alfonso Pedrajas, el director del internado, quien le mostraba los ambientes donde conviviría durante aproximadamente seis meses para aprender castellano. Inmediatamente nos llamó la atención su estatura, su tez blanca, sus cabellos rubios y sus vivaces ojos azules de gringo europeo.

Miguel N. había nacido en Tirol del Sur (Italia) en el seno de una familia de sólidas convicciones católicas. Tras cumplir 20 años renunció a la comodidad burguesa de su hogar. Sin la bendición de sus padres, se enlistó en la Compañía de Jesús. Su fascinación por la teología de la liberación y su inquietud por cambiar el mundo lo habían convertido en novicio. Pidió que lo enviasen al país más pobre de América del sur.

Lo instalaron en una de las habitaciones de la Comuna. La compartiría con tres estudiantes próximos al bachillerato. Los tres ciudadanos de la Pequeña Nueva Bolivia asumían la misión de enseñarle la lengua de Cervantes y mostrarle la terrible situación boliviana. Comprendió que los más pobres soportaban el peso de la crisis galopante que la Unión Democrática y Popular de “El Conejo” Hernán Siles Zuazo mal gestionaba con el pretexto de que la había heredado de los antidemocráticos gobiernos militares.

Miguel N. vestía como cualquier cura del tercer mundo: polera blanca, chompa de lana de alpaca, pantalón jean azul y abarcas de cuero. Pasaba sus días rotando en fuentes de trabajo: panadería, vaquería, chanchera, platabandas y jardinería. Asistía a clases con los estudiantes de último curso. Conversaba en sus tiempos libres con cuanto cristiano manifestara su disposición para escucharlo. Rasgaba su guitarra por las noches; interpretaba a The Beatles, lo hacía estupendamente.

Solamente una tarde de fin de semana se lo vio perseguir a un estudiante, ahora un famoso director creativo de medios audiovisuales, blandiendo un machete y profiriendo algunas palabras soeces en castellano y quechua, mientras su potencial víctima corría despavorida con los ojos desorbitados rogando por su vida. Hasta ahora desconozco qué causó semejante reacción. Salvo aquel incidente, todo indicaba que sería un gran jesuita.

A fin de año, se marchó de la Pequeña Nueva Bolivia rumbo a la casa de novicios que la Compañía tenía en un barrio marginal de la ciudad minera de Oruro. Durante su estancia en el Juan XXIII, había conocido al comandante Nemesio, un jesuita que dictaba clases de Historia de Bolivia. Sospecho que Miguel N. profundizó su amistad con él mientras estudiaba en la villa fundada por Sebastián Pagador.
El comandante Nemesio era un experto en Sociología Latinoamericana, interpretaba y enseñaba la realidad de los países del hemisferio sur según la teoría de la dependencia y, lo que es más importante, predicaba la revolución armada con el enfoque de la teoría de la liberación, es decir, conjugando cristianismo y marxismo. Era uno de los pocos bolivianos que entraba y salía de La Habana con un pasaporte especial otorgado por el mismísimo Fidel Castro Ruz. Por si fuera poco, por aquellos años también becaba a jóvenes bolivianos, varones y mujeres, para que aprendan el arte del foco guerrillero. Recurría al subterfugio de otorgarles aptitudes en algún oficio técnico para frenar las preguntas indiscretas de las familias de los beneficiados. Durante su vida sacerdotal, Nemesio había escrito, a modo de manifiesto, una arenga intitulada: “De Nazareth a Ñancahuazú”, que parafrasea la pasión del Nazareno quien muta en guerrillero heroico y mártir de los desarrapados de Bolivia.

Durante varios años perdí de vista a Miguel N. Me reencontré con él hacia el año 1988, en el atrio de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz. Me enteré que había dejado la Compañía de Jesús porque le ponía cortapisas a sus aspiraciones revolucionarias. Estudiaba Sociología. Militaba en grupos de jóvenes rebeldes con las políticas económicas neoliberales del movimientismo de “El Mono” Víctor Paz Estenssoro, aunque estas habían controlado la hiperinflación. Se preparaba para la mayor empresa de su vida: transformar la sociedad boliviana.

Imagino que Miguel N. se había convertido en un acólito incondicional y aventajado del comandante Nemesio. En él encontraba al ideólogo que le conduciría a la utopía que, desde su infancia, perseguía con energía y determinación. Presumo que a esas alturas ya había viajado a la isla con forma de largo lagarto verde, que conocía las experiencias de Nicaragua y El Salvador y que, de cuando en cuando, participaba de campamentos de entrenamiento para la insurgencia guerrillera. Formaba parte de un renacido Ejército de Liberación Nacional.

Caminaba por San Andrés austera e imponentemente. Lucía un gran abrigo negro, botas de combate y un enorme maletín de cuero con motivos andinos colgado en su hombro derecho. Bromeábamos especulando que cargaba una ametralladora Uzi israelí cuando asistía a la universidad. Alguna noche, lo vi recoger a su novia, una atractiva y aristocrática joven que estudiaba Comunicación, en un escarabajo Volkswagen verde (por ironías de la vida, después del arrebato que Miguel N. había provocado en su vida, ella terminó casándose con un mestizo poco elegante y de extrema derecha). No pude saludarle en aquel momento. Su rostro barbado, ya serio y adusto, expresaba extrema cautela, como si alguien lo persiguiera. Era un Miguel N. diferente al de seis años antes.

Tiempo después, el 11 de junio de 1990, los medios de comunicación informaban sobre el secuestro de Jorge Lonsdale, el gerente de la empresa que embotellaba Coca Cola y, además, presidente del Club Bolívar, el equipo de fútbol más popular de La Paz. Transcurría el gobierno de Jaime Paz Zamora, apodado “El Gallo”, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Inmediatamente circularon panfletos en los que una autodenominada Comisión Néstor Paz Zamora del Ejército de Liberación Nacional se atribuía el hecho. Los insurgentes reivindicaban el nombre del hermano menor del Presidente de Bolivia quien había muerto de hambre dos décadas antes en el fracasado foco guerrillero de Teoponte. Los volantes incluían una fotografía de tres insurrectos vestidos de civil, cubiertos con pasamontañas con la inscripción CNPZ, portaban maltrechas ametralladoras. Delante de ellos, el secuestrado sostenía un periódico del día anterior.

Tras unos días de incertidumbre y desconcierto, el Ministerio de Gobierno informó con palabras grandilocuentes que un extranjero ítalo-alemán, Miguel N., lideraba el grupo y que el terrorista pretendía destruir la patria. Años después se supo que el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru del Perú había asesorado y financiado a la CNPZ, cuyos ingenuos e inexpertos combatientes aspiraban ilusamente a un cuantioso rescate para financiar sus actividades. Los novatos ignoraban que la familia de Lonsdale prefería verlo muerto.

Miguel N. y sus compañeros, con la moral en el piso, peregrinaron seis meses entre casa de seguridad y casa de seguridad con su rehén a cuestas. Los Lonsdale se negaban a pagar. El rescate ya había disminuido a medio millón de dólares. Los rastreadores de la Policía seguían sus pasos con segundos de diferencia. La Embajada de Estados Unidos había organizado un grupo especial dentro de la Policía que recibía asesoría de expertos del Mossad israelí, de los Servicios de Inteligencia de Francia con experiencia en Argelia y de la Policía española que luchó contra los insurrectos del País Vasco. Un avispón acechaba a un mosquito.

Agentes bolivianos capturaron la noche del 4 de diciembre de 1990 a un emisario de la CNPZ en una whiskería de Sopocachi. El desprevenido emerretista intentaba templar sus nervios bebiendo unos tragos tras fracasar una gestión con los hijos del prisionero. Lo torturaron despiadadamente hasta que, antes de morir, reveló la ubicación del secuestrado.
La madrugada del 5 de diciembre, las fuerzas de seguridad del Estado irrumpieron en una casa de la calle Abdón Saavedra. Cayeron tres de los seis custodios de Lonsdale. La presencia milagrosa de un camarógrafo y del diputado Gregorio Lanza del Bloque Patriótico Popular, del que también formaba parte el comandante Nemesio, salvó a otros tres jóvenes de las balas de la Policía. Una edición especial del periódico “La Razón” publicó en primera plana una fotografía en plano picado de los cuerpos inertes y semidesnudos con rostros desfigurados de Miguel N. y sus dos compañeros en una morgue.

Instituciones de derechos humanos identificaron cinco ejecuciones extrajudiciales: la de los tres combatientes de la CNPZ, la del emisario del grupo y la del propio Lonsdale. Un vídeo del documentalista italiano Andreas Pichler recuerda la breve existencia, la intensa pasión y el bárbaro asesinato de Miguel N. Los que lo condujeron por tal sendero poco luminoso, los que ordenaron el operativo y los que apretaron el gatillo vegetan impunes.

Miguel N. inmigró para, al morir, vivir perpetuamente en Bolivia.


3 comentarios:

  1. Estoy nueva mente encantado con esta hiatoria.
    ¿ el personaje existió de verdad?

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  2. Extraordinaria selección de palabras que conlleva la realidad de quien lo lee a involucrarse en tiempo y espacio del relato.

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