FUGA DEL JUAN XXIII
Mural del comedor Los Pinos. |
La diáfana
mañana del martes 21 de abril de 1981, pasábamos clases de Psicología con el
director general del internado Juan XXIII, el jesuita Alfonso Pedrajas,
conocido por el hipocorístico de Pica. Explicaba las tipologías de Galeno y de
William Sheldon. Nosotros, de entre 13 y 14 años, tratábamos de identificarnos
con algunos de los caracteres y temperamentos que describía.
Aquella
mañana, alguien tocó la puerta. Pica la abrió impasiblemente. Era un estudiante
de la promoción 1981, José Luis Gareca. Agitado y asustado, le informó que varios
paramilitares habían irrumpido en el colegio y que perseguían a Faustino
Torrico, el profesor de Biología e Historia de Bolivia. Le suplicó que se ocultara.
Flemático,
sin mostrar señales de alarma en su barbado rostro, ordenó a Carlos Vargas que
tocara la campana. Este salió y con un tubo golpeó el riel que colgaba a cinco
metros de nuestra aula. Pica nos instruyó que saliéramos al patio como si fuese
un recreo y que nos dispersáramos para distraer a los intrusos. Dio la sensación
que esperaba una situación de este tipo.
Alfonso Pedrajas Moreno, Pica, director general del Juan XXIII. |
Faustino
Torrico, cuyo apelativo era Fox, vivía “por precaución” en el colegio. Formaba
parte del equipo de educadores, denominados cariñosamente oxis por oxidados. A
momentos, asistía a la Facultad de Medicina de la Universidad Mayor de San
Simón (UMSS). Trabajaba intensamente en una célula del Frente Obrero del Movimiento
de Izquierda Revolucionaria (MIR), como durante la dictadura de Hugo Banzer
Suárez hasta antes que lo torturaran y exiliaran a Bélgica en junio de 1977. Era
propagandista y capacitaba a líderes del sindicato de la fábrica Manaco. Pica
lo respaldaba. Ambos sabían que el Departamento de Orden Político (DOP)
investigaba al Juan XXIII.
Para mantener
algún contacto con el MIR, de lunes a viernes, Fox llevaba en motocicleta a María
y Ana, las hijas de los voluntarios catalanes Xavier Masllorens y Conxita Ferré
(Ima), al kínder Jesús María que se encuentra en Las Cuadras, cerca de la
laguna Alalay. Aquella mañana otoñal, salió del Juancho poco antes de las 08:00
para llegar media hora después al preescolar de Fe y Alegría. Dejó a María, pues
Ana -de tres años- aquel día se había negado a ir a clases. Retornó por el
centro de la ciudad. Llegó a la plaza 14 de Septiembre con el pretexto de
comprar Los Tiempos.
Allí, todos los días, a las nueve de la mañana, debía mantener un “contacto visual”, que significaba “estamos bien”, con un camarada del Frente Obrero. Se aproximó a un kiosco y, cuando pagaba, su contacto le advirtió en voz baja: “Tienes que tener cuidado, porque anoche han agarrado a tal, a tal y a tal’”. En la mente de Fox, bullía el recuerdo de la masacre de ocho de sus compañeros en la calle Harrington de La Paz el 15 de enero de 1981. La información alteró su estado emocional. Decidió retornar al Juan XXIII y marcharse.
Persecución implacable
Recorrió
la avenida Heroínas, pasó por la plaza Corazonistas, cruzó el puente de
Quillacollo, enfiló por la Blanco Galindo, llegó a la actual Melchor Pérez de
Olguín, bordeó los terrenos del complejo de los fabriles y, por las polvorientas
callejuelas de Villa Granado, llegó alrededor de las 09:30. Todo el tiempo verificaba
que no lo siguieran.
Ingresó
al colegio, parqueó su motocicleta delante del pasillo L, dejó el periódico en
la recepción y, cuando se disponía a ir a su dormitorio, se encontró con Ana y su
hermano. Jugaban en los jardines. El niño, de apenas un año, corrió hacia Fox,
él lo tomó en sus brazos, le acaricio y susurró: “Hola, Abraham”.
En
aquel instante, dos tipos se aproximaron. Uno de ellos le gritó: “¡Faustino Torrico!
¡Fox!”. Una alerta roja se activó en su mente. Se quedó en silencio, aspiró, caminó
lentamente y, tras asentar con delicadeza a Abraham, en fracciones de segundo,
impulsado por una poderosa energía, corrió por la calle que conectaba la
entrada del colegio con la puerta trasera de la cocina. Uno de los intrusos arrancó
en su persecución, mientras el otro solicitaba refuerzos mediante un
walkie-talkie.
Dos
carpinteras de overoles anaranjados, Inés Pérez y Norah Omonte, lijaban y
barnizaban en el pasillo frontal de un galpón ubicado a la derecha del portón. Observaron
la irrupción de los agentes del DOP. Aunque desconocían qué ocurría,
persiguieron al que había avanzado por el pasillo L. Ima salió de su habitación
y vio que alguien perseguía a Fox. Instintivamente gritó: “¡Rateros! ¡Qué
hacen!”. Discutió con el que hablaba por un intercomunicador. El agente del DOP
se identificó como policía y argumentó que en estado de sitio y toque de queda
podían ingresar a cualquier parte para “capturar a terroristas”. Habían descubierto
la rutina de Fox y pretendían capturarlo dentro del Juan XXIII.
La entrada al colegio Juan XXIII. |
Fox llegó
al sector de las platabandas en 30 segundos. Octavio Chávez, un exalumno que
trabajaba como profesor de Química y responsable de platabandas, relata que, cuando
mezclaban cemento con arena y grava, vieron pasar a Fox “como un bólido” con el
rostro aterrorizado. Gritaba desesperadamente: “¡Me van a llevar!, ¡me van a
llevar! ¡Auxilio! ¡Me van a llevar!”. El paramilitar corría a unos metros de él
y blandía una pistola.
El
fornido Choco Chávez rápidamente se dio cuenta que se trataba de un paramilitar
por lo que, cual jugador de fútbol americano, lo atrapó y abrazó poderosamente.
Convocó a sus compañeros: “¡Vengan!, ¡vengan! ¡Quieren asaltar a Fox! ¡Es un
ladrón!”. Asustados, pero convencidos por su jefe, cuatro muchachos los
rodearon. “¡Yo no soy ladrón, soy de la Policía!”, vociferaba el agente mientras
vomitaba palabras soeces. “¡No!, ¡es un ladrón!”, insistía Choco Chávez. Así evitaron
que disparara a quemarropa a Fox. El fugitivo ganó unos segundos y se escabulló
detrás del seto que bordeaba el comedor Los Pinos.
Tras
retenerlo unos instantes, soltaron al furioso paramilitar. Este continuó su
feroz persecución. Había visto que Fox giró hacia la izquierda, por lo que tomó
el pasillo del comedor. Agazapado, buscaba algún rastro. Algunos platabanderos
lo perseguían.
Platabanderos, Jhonny Suárez y René Vargas, el año 1981. |
Muro
de pinos
Fox
giró por los tendederos para secar ropa, al frente de la lavandería, y –por un
claro de la pared de pinos– salió al pasillo este de la piscina. Corrió
sigilosamente por el corredor que conecta la pileta con el segundo brazo del
pasillo L, detrás de los baños, e ingresó al aula de primero de Cultura.
El
paramilitar “por instinto” alcanzó la piscina. La rodeó y exploró cada rama. Se
desorientó, no sabía qué inspeccionar. A gritos, convocó a sus compinches. Llegaron
dos paramilitares armados con ametralladoras.
Todos
requisaron sin éxito los baños, la piscina, detrás de las aulas y la cancha de
volibol; incluso abrieron de una patada el depósito de material de limpieza de
debajo de las gradas. “¡Revisaremos, está aquí, está aquí!”, ordenaba uno de
ellos. Los otros inspeccionaban una y otra vez todos los recovecos. Este
alboroto ocurría entre tres y cinco minutos después de que Fox iniciara la que
sería una carrera por su vida.
La piscina en la actualidad. |
Aula
protectora
Antes
del primer recreo, la profesora de Vida Mundo, Aida Vargas, trabajaba con
estudiantes de primero de Cultura. Recuerda que Fox ingresó intempestivamente y
rogó: “Tranquilos, tranquilos, pasen no más clases”. Se puso de cuclillas, se
mimetizó entre los adolescentes. Así estuvo un “buen ratito”. La docente dominó
su tensión y continuó la clase. Los estudiantes simulaban que coordinaban, ya
se habían percatado que algo peligroso ocurría. “Aida intentaba calmarnos,
todos estábamos nerviosos, éramos niños de 13 años”, relata Omar Quiroga.
Momentáneamente, la educadora invisibilizó la presencia de Fox, pero los
paramilitares se aproximaban a los grandes ventanales del aula.
Fox se
parapetó detrás de un grupo, tomó su reloj y un manojo de llaves. Los entregó a
Reina Ávalos. Ella cree que hizo esto porque sabía que era de Vallegrande como
él. Uno de los paramilitares, que husmeaba detrás del bloque de aulas, ya
resignado, solo por olfato de perro policía, se fijó atentamente por la ventana
y “por casualidad” sorprendió a Fox, asegura el platabandero Jhonny Suárez. Alertó
a sus cómplices: “¡Ahí, ahí, ahí está!”. Fox salió como cohete rumbo a los
dormitorios, aunque sabía que no había otra salida ni vía de escape.
Primero de Cultura en 1981. |
Camisa
rota
El
paramilitar que lo había asediado lo vio subir y corrió detrás de él. Las dos
carpinteras, Norah e Inés, los persiguieron. Cuando el tira, ya en el pasillo
de la segunda planta, antes del primer dormitorio, estaba a punto de atrapar a
Fox, Norah lo tomó por la camisa y la desgarró. Le otorgó cinco valiosos
segundos al fugitivo para que ingresara. Inés narra: “El paramilitar le quiso
dar un manazo, pero no pudo” porque llegaron los platabanderos. En el acto, ambas
se apostaron en la puerta, como aguerridas guardianas. Con los brazos
extendidos hacia atrás les espetaron en su rostro que “tendrían que pasar sobre
ellas” para cruzar aquella puerta.
Desde
el vestíbulo de la biblioteca, otro exalumno y profesor de Lectura, Rolando
Olguín, sin comprender lo que ocurría, vio a Fox subir a la segunda planta y a
“los chicos corriendo detrás él”. Decidió participar de la solución. “Tenía que
intervenir, pues era mi colegio y se trataba de un amigo, se trataba de Fox.
Somos hermanos del alma”, explica.
El pasillo de los dormitorios, a la derecha el de varones. |
Breve
armisticio
Cuando
salimos al patio, Fox ya se había refugiado en el dormitorio. Una barricada de
mujeres lo protegía. Los paramilitares comprendieron la imposibilidad de
capturarlo y convocaron a más refuerzos. Dos, con pistolas disimuladas en el
cinto, custodiaban el pasillo, uno frente a la puerta y otro apenas unos metros
después de las gradas. Dos más, con ametralladoras, vigilaban los ventanales posteriores
del edificio. El jefe del grupo caminaba entre la cancha de básquet, el pasillo
L y las oficinas del colegio. Se comunicaban mediante transmisores.
Los
estudiantes nos concentramos en el patio de césped frente a los cursos y
alrededor del tablero norte de la cancha de básquet. Paulatinamente llegaron
los trabajadores de la comuna Pequeña Nueva Bolivia. Algunos pocos observaban
el acontecimiento desde el anfiteatro y la biblioteca.
José
Luis Gareca alentaba a corear el "¡Quieren chi, chi, chi!” que había
aprendido en Santiago de Chile unos meses antes cuando viajó con Walter Limachi
y Adalid Mena, a un encuentro espiritual ignaciano con jóvenes indoamericanos.
“Pica me dijo que teníamos que hacer cosas para distraer la atención...; de ahí
que nos organizamos en grupos para molestar a los paramilitares”, relata. Los
cánticos convencieron a los policías que requerían refuerzos.
La parte posterior de los cursos y el tanque de agua en la actualidad. |
Escondite secreto
Una
vez que Fox aseguró la puerta, abrió la ventanilla que conectaba con la
habitación del director del colegio. Por esa abertura de 45 por 45 centímetros,
se deslizó. Pese a su estado emocional, evaluó su situación. Se convenció que
la única opción era que las paredes lo devoraran. Cuando estaba a punto de
ingresar a un zulo, alguien golpeó la ventanilla que comunicaba con el
dormitorio de chicas. Era Rolo Olguín, quien -con la templanza de un cirujano-
le sonrió. “Ahí pensamos qué hacer”, afirma Rolo.
Dos
exalumnos y tres oxis confirmaron la existencia del zulo, después que les conté
que Ana Estévez (Anny), de la promoción 1985, lo había descubierto
accidentalmente en 1983 cuando repintaba la habitación de Pica. Uno de ellos asegura
que, durante una vacación de fin de año, incluso ayudó en su construcción
“secreta”. El escondrijo tenía un catre plegable, una diminuta mesa y una silla.
Allí el director guardaba libros, discos, cassettes y un equipo de sonido. Ingresé
a este escondite cierto día de diciembre de 1982 cuando Pica me pidió que buscara
un disco.
La cancha de básquet, al fondo el bloque de aulas y dormitorios. |
Fox y
Rolo analizaron el riesgo que implicaba que ingresara al zulo, pues los
paramilitares podían notar el espacio muerto y derribar paredes, lo que Fox ya
había previsto y, por esa razón, permanecía aún en la habitación. Si así
sucedía, sabían que irremediablemente lo capturarían y que los policías irían
tras Pica. Preocupados por los escenarios probables, que comprometían al
director y al colegio (podían intervenirlo como a las universidades o
clausurarlo), decidieron que Fox abandonara la planta alta, como Pica había
insinuado. “Se me ocurrió sacarlo como si fuera un estudiante”, asegura Rolo.
Disponían
una ventaja estratégica; los paramilitares desconocían que dos ventanillas
intercomunicaban los dormitorios. El tiempo, entre 20 y 30 minutos, antes que
los refuerzos llegaran era una desventaja. Fox traspasó hacía el dormitorio de
las chicas. Rolo entraba y salía del recinto pese a la mirada inquisitiva de
los dos paramilitares. Coordinaba el operativo.
Su
táctica consistía en que grupos pequeños de comunarios transiten
permanentemente por el corredor y que, de cuando en cuando, ingresen y salgan
del dormitorio de mujeres mientras otros, los más robustos, distraían a los dos
vigilantes. Rolo evoca que planificaron “en una de esas, salir”. Si, por
cualquier razón, los descubrían, los que entretenían a los paramilitares “no
les dejarían pasar”. Las instrucciones circulaban eficazmente.
Intentaron
disfrazar a Fox de mujer. Buscaron un vestido; pero no encontraron ninguno de
su talla, él media entre 1,75 y 1,80 metros. Tampoco había ropa de varón. Ante
el paso inexorable de los minutos, decidieron recortarle el cabello, sacarle
los anteojos, arroparlo con un poncho rayado de Pica, envolverlo con una
chalina y cubrirlo con un chulito. Segundos antes de salir, se
autoconvencieron. “Dijimos: Va a funcionar”, asegura Rolo Olguín.
El dormitorio de varones en 1981. |
Cuando
se cumplían aproximadamente 25 minutos desde que había subido a la segunda
planta, Fox salió por otra puerta. Lo flanqueaba Rolo Olguín a su derecha. Tres
valientes los escoltaban. Todos caminaban con aparente tranquilidad. En el
corto trayecto entre la puerta y el descanso de las gradas se plegaron otros
guardianes.
Choco
Chávez, quien conversaba con el primer paramilitar apoyado en la baranda,
asegura que, de reojo, los vio pasar. “Se me ha helado la espalda, pero seguía
charlando con el tira para que no vuelque la cara”, recuerda aún agitado.
Yo me
apoyaba también en la baranda y miraba hacia la cancha de básquet. Al escuchar
que abrían la puerta, me di la vuelta y -a menos de un metro- me encontré con
el rostro de Fox, quien se agachaba levemente. Estuve a punto de pronunciar su
nombre, pero -hasta ahora no sé cómo- apreté mis dientes. Todavía me pregunto
qué habría sucedido si lo hubiera nombrado.
Fox y
Rolo llegaron a las gradas, bajaron sin correr y tomaron el pasillo L rumbo a
la cocina. El custodio próximo a las gradas se percató tarde que Fox se
mimetizaba en el grupo. “Parece que el segundo paramilitar se dio cuenta cuando
ya estábamos por las gradas, pero ya estábamos abajo, ya era tarde para ellos”,
narra Rolo.
Norah confirma
que antes de que Fox llegue a las escaleras, el segundo paramilitar dudó. “Supongo
que pensaba si realmente el que estaba disfrazado era Fox; al final, no pudo
hacer nada”, evoca. Esta reacción del agente frenó una revuelta.
Neptalí Huayllani muestra el ingreso al escondite de la cocina. |
Segundo zulo
Un
carpintero, ya exalumno, Pedro Cuba, bajó detrás de Fox y Rolo. Relata que
rodearon el comedor y que escuchó que lo animaban a escapar por la barda. Reaccionó:
“¡No!, atrás ya hay policías militares”. Fox ingresó a la cocina por la puerta
trasera y se introdujo en el escondite que pretendía alcanzar cuando inició su
frenética carrera por la calle de las platabandas.
Fox
describe: “En la cocina había un escondite. Con el Pica se había hecho
construir un escondite. En la despensa había un mueble donde se ponía harina,
arroz, azúcar y, abajo, había una puertita de este tamaño [dibuja un cuadro de
40 x 40 centímetros], que uno podía empujar y entrar. La entrada parecía parte
del muro. Se entraba a un ambiente que tenía 60 centímetros por dos metros. Ahí
había un colchón y luz. Sabíamos muy pocos de eso”.
Dentro
del zulo, Fox se tranquilizó, aunque -a ratos- percibía los borborigmos de su
abdomen e incluso dejó de respirar reviviendo mentalmente la odisea que había vencido
durante los 30 minutos más intensos de sus 28 años recién cumplidos el 15 de
febrero. Se había salvado.
Neptalí Huayllani describe el segundo zulo, Fe y Alegría lo convirtió en una cocineta. |
Policías
militares
Segundos
después que Fox bordeara el comedor para ingresar a la cocina, aproximadamente a
las 10:00, alrededor de 25 agentes del DOP y una compañía de policías militares
de la Séptima División del Ejército, que habían llegado en camionetas y dos
caimanes, irrumpieron en el colegio por el portón y una pared trasera que
colindaba con la vaquería. Los paramilitares corrieron hacia la segunda planta.
Los militares reunieron a los estudiantes y profesores en la cancha de básquet
y rodearon el perímetro del Juan XXIII. Pica desapareció, comprendió que
revisarían su habitación.
Azuzados
por la voz de mando de su rubio jefe (por su apariencia y su acento algunos
creyeron que se trataba del ultraderechista Fernando “Mosca” Monroy), los tiras
atravesaron la cancha de básquet, subieron a la segunda planta y, tras
atemorizar con sus ametralladoras y reubicar a las guardianas, ingresaron
violentamente. Hasta aquel instante desconocían que se trataba de un dormitorio.
Buscaron
debajo de los colchones, incluso de los del segundo piso de los catres,
vaciaron armarios, revisaron las mallas de los ventanales, subieron al
entretecho por una claraboya. Gritaban: “¡No hay!”, “¡No aparece!”, “¡Se ha
escapado!”. Sus jefes ordenaban: “¡Busquen, carajo, aquí tiene que estar!”. Los
rostros de los dos custodios del pasillo se desencajaron.
Se
percataron que una ventanilla conectaba el dormitorio con la habitación de Pica.
La revisaron y constataron que otra ventanilla desde el cuarto del director
conectaba con el dormitorio de las chicas. Desesperados, dedujeron la
existencia de algún pasaje secreto hacia el tanque de agua, que se encontraba a
la altura de la esquina superior noreste del edificio. Golpearon suavemente las
paredes.
Ingresaron
a la habitación del director. Era pequeña, de dos metros de ancho por tres de
largo. Allí había un librero de tablas y ladrillos con espacios libres entre el
piso y la primera repisa. Un rectángulo central, escondido al nivel de la
baldosa, disimulaba la puerta del refugio. Un extraño conjuro lo había
invisibilizado.
Imagen reciente de Antonio Menacho. |
Jesuita valiente
Alrededor
de las 10:30, llegó Antonio Menacho, el superior de la comunidad misionera San
Pío X de novicios jesuitas. Una llamada de auxilio del subdirector del Juan
XXIII, Carlos Villamil (Vicu), a las 09:30 lo había convocado. Lucía
extremadamente alto y flaco. Su tez blanca y su enorme nariz aguileña le
otorgaban una estampa señorial. Caminaba con firmeza y determinación. Con
palabras enérgicas exigía que los paramilitares detengan sus acciones
violentas.
Desde
que llegó a Bolivia en 1952, lo habían preparado para conflictos como este. Llegó
una hora después porque ocultó su vehículo entre los maizales, cerca de la
parada del colectivo “4”, previendo que la situación empeore. Vicu le informó
que Fox se encontraba a “buen recaudo” y le imploró que evitara que los
paramilitares encuentren el zulo de la habitación de Pica. Su actuación fue
fenomenal.
Subió
al corredor de los dormitorios y encaró a los paramilitares y a los soldados.
“¡Son unos cobardes!, ¡qué van a hacer aquí con armas de fuego en un lugar de
menores!”, les recriminó. Impresionó a los reclutas de la Séptima División que
bajaron sus armas. Paseaba de este a oeste y viceversa por el corredor de los
dormitorios y, sin demostrar ningún signo de cansancio, subía y bajaba las
escaleras. Logró su propósito, poco a poco los paramilitares descendieron.
Inma y Xavier Masllorens, los voluntarios catalanes. |
Tres detenidos
Perder
la pista de Fox exacerbó a los paramilitares. Se negaban a admitir su fracaso.
El jefe ordenó la captura de Rolando Alanes, un estudiante de la promoción, por
fotografiar el operativo, de Octavio Chávez por impedir que uno de sus hombres capture
a Fox en la calle de las platabandas y de Xavier Masllorens a quien
sorprendieron impartiendo instrucciones a los estudiantes e identificaron como
el “director interino”. Intentaron aprehender a Inés Pérez y secuestraron la
motocicleta de Fox, como una evidencia de que “el rojo” se encontraba en el colegio.
Condujeron
a los aprendidos hasta una vagoneta blanca. Dos filas de paramilitares los
recibieron con empujones y patadas en las canillas. Entonces, inesperadamente,
el jefe se aproximó al vehículo y ordenó: “No, no, no, a esos changos bájenlos,
está reclamando el padre”. Efectivamente, Menacho vociferaba desde la puerta.
La Compañía de Jesús liberaría a Xavier al día siguiente por la tarde.
Cuando
Pica ingresó a los comedores para anunciar que todas las actividades
continuarían, los comunarios a punto estuvieron de silbarle como un gesto de
reprobación por su ausencia. Los muchachos murmuraban entre ellos: “Nuestro
director no nos ha protegido, se ha ocultado”. Después el director fue al aula de
los más pequeños y les recomendó: “Los que quieran irse del colegio, cuenten a
sus padres porque seguro que se los van a llevar”.
Carlos Villamil, Vicu, el subdirector del Juan XXIII. |
Después
del repliegue de los paramilitares, a partir de las 13:00, cada dos horas, Vicu
salía del colegio en una camioneta. Conducía hacia la ciudad por diferentes
rutas. El sacerdote buscaba un refugio para Fox y constataba si operaba algún
retén del DOP. Comprobó que no. Decidieron evacuarlo.
Hacia
medianoche, Fox abandonó el escondite, se abrigó y salió por la puerta trasera
de la cocina. Se recostó sobre el asiento trasero de la camioneta. Vicu lo
cubrió con frazadas. Encendió el motor y condujo lentamente hasta el portón del
colegio. Se perdió en la noche.
Enfiló
hacia la zona sureste de la ciudad. Allí, en la vivienda de uno de sus familiares,
escondió a Fox por algunas horas. Lo trasladó posteriormente a un templo que la
parroquia de San Rafael tiene en la calle Julián María López, al frente de los
edificios de la Facultad de Tecnología de San Simón. Dos días más tarde, lo
reubicó en el colegio Amor de Dios de la avenida República, al lado del templo
de San Carlos. Los jesuitas intuyeron que la estadía del fugitivo allí debía ser
breve. Decidieron que emigre.
Un mes
después, Fox aprovechó la muchedumbre que se congrega por alrededores de La
Cancha y subió a un Volvo doble cabina que conducía un jesuita camionero,
Eduardo Cavanagh, que trabajaba en el hogar San Ignacio de Loyola de Tacata,
Quillacollo. El vehículo se confundía con las flotas de camiones que llegan de
Luribay cargados de duraznos, ciruelos, damascos, peras y uvas. Al atardecer,
partió hacia la Sede de Gobierno.
Recuerdo
que aquella noche, alrededor de las 22:00, mientras mi curso disfrutaba de una
fogata durante el campamento de invierno en Chiltupampa (Parotani), a 42
kilómetros sobre la carretera Cochabamba-Oruro, un enorme camión se estacionó y
jugó con sus faroles. Era Cavanagh. Saludó a Pica y se quedó con nosotros a
contar chistes. Un compañero y yo trepamos hasta las líneas del tren después de
unos minutos y vimos que Fox y Pica se despedían.
En un
camión cargado de huevos de una colonia japonesa de San Juan de Yapacaní, una
fría madrugada Fox llegó a La Paz. Desde La Ceja de El Alto, Cavanagh, con un
bollo de coca que inflaba su cachete izquierdo, condujo hasta la puerta del
garaje del colegio San Calixto que da a la avenida Sucre, por donde Fox ingresó
a la residencia de la Compañía de Jesús.
Segundo
exilio
Fox
recibió del superior de la comunidad las normas básicas. Le prohibieron
terminantemente que saliera de la residencia, algo que desoyó. Debía permanecer
en un claustro estricto porque oficialmente se encontraba en las instalaciones
de la Embajada de Bélgica, que asilaba a una excesiva cantidad de perseguidos. Un
acuerdo entre el provincial Jorge Trías y el Embajador belga había resuelto la
falta de espacio.
El 10
de junio de 1981, gracias al arduo trabajo de ambos y a los interminables
trámites de André Enrique Coenraets Jacquelott en Bruselas, Fox partió por
segunda vez a Bélgica. Esta vez se había propuesto estudiar y retornar solo
cuando se titulara de médico.
Faustino
Torrico es ahora docente e investigador en la Facultad de Medicina de la UMSS,
se desempeña como consejero titular en el Consejo Universitario y dirige la
Fundación Ceades. Abandonó el Frente Obrero del MIR en 1984, durante los
primeros años del gobierno de la UDP. Asegura que comprendió que “lo más
importante en la vida es ser libre en el pensamiento y los actos y que la
lealtad es para con uno mismo y para con los amigos e instituciones donde uno
trabaja”.
El
actual Juan XXIII languidece en Cocaraya. En 1997, durante la dirección de Menacho,
cuando la última promoción de internos se marchó, los jesuitas dejaron de
seleccionar estudiantes brillantes de los estratos pobres de las diferentes
regiones de Bolivia y clausuraron el internado de este proyecto educativo
construido por Coenraets Jacquelott. Lo transformaron. “Es
otro Juan XXIII porque han cambiado los tiempos. Es un colegio normal de Fe y
Alegría”, afirma Menacho sin remordimiento.
Faustino Torrico, 40 años después. |
Un relato que mueve las fibras del sentimiento de esos tiempos, gracias por publicar Panchito.
ResponderEliminarEl acontecimiento ocurrió hace 40 años, nuestra memoria lo reconstruye de cuando en cuando. Agradezco la lectura del texto.
EliminarMe toco vivir este episodio, pero ahora comprendo mejor todo lo que pasó (era muy niño, 12 años).
ResponderEliminarRonald, fue un día intenso. Saludos, compañero.
EliminarPancho, un episodio muy bien descrito, pero sobretodo con un final feliz gracias a la unidad de todos los presentes.
ResponderEliminar